Que se joda el mundo
Nos había tocado vivir tiempos raros. Los que decidieron trabajar no podían y los que decidieron estudiar trabajaban gratis; ya no se hacía músculo para conseguir comida y se hacía la comida para conseguir músculo; los políticos hablaban sobre héroes muertos y guardaban silencio de villanos vivos; el ladrón ya no actuaba en la sombra y era famoso en la televisión; el mejor profesor era Google y el amigo imaginario se cambió por el pixelado; se mataban animales por diversión y árboles por vicio; las mujeres podían ser directivas o lapidadas según donde naciesen; ya no se hablaba de paraísos naturales sino fiscales; en los bares ya no había peleas por política sino por fútbol; el hijo era quien pegaba al padre y el alumno al profesor; se financiaba el terrorismo en nombre de la paz… La desinformación era la protagonista y el mundo seguía yéndose a la mierda pero de forma globalizada.
Y mientras unos mataban para demostrar que su dios es el verdadero, yo pensaba en lo mal que me caía el mío. O en si seguía creyendo en él. O en algo. Y cuando pensaba en por qué el whisky ya no se bebe solo, justo en ese momento, me di cuenta de que me habían vendido la moto. Y me cabreé. Y me tuve que quedar con cara de gilipollas, conformándome con desahogarme con quien me quiere aunque me sienta pobre y sucio. Y bebí. Y seguí pensando. Y sonreí nostálgico por lo que podría llegar a ser. E intenté engañarme a mí mismo diciéndome que tendría ganas de serlo si algún día me dejaban.